Salta: inundaciones, racismo y crisis climática

Las lluvias extremas de marzo dejaron a miles de personas aisladas en el norte argentino. El desastre en Bahía Blanca activó coberturas, respuestas y redes solidarias, mientras en Salta las comunidades indígenas resisten sin asistencia. La médica y lideresa wichí Tuju Zamora aporta su mirada desde el territorio. Porque no todos los impactos climáticos se narran ni se enfrentan por igual.

Por Camila Parodi | Fotos de Sebastián Ávila


“Yo fui evacuada cuando era niña. Tenía cinco años. Hoy tengo 39 y la historia se repite. Eso te muestra que nada ha cambiado en más de tres décadas”, dice Tujuayliya Gea Zamora, médica y lideresa wichí, desde Salta. Tujuayliya es defensora del territorio e hija de la histórica referenta social Octorina Zamora, y vivió en carne propia lo que implican las lluvias extremas en el norte argentino.Y es que lo que en muchas regiones del país es un evento excepcional, para muchas comunidades indígenas del norte es una historia que se repite una y otra vez, marcada por el abandono estatal.

Las lluvias extremas que azotaron Argentina en marzo de este año dejaron al desnudo una realidad cada vez más difícil de ignorar: la crisis climática ya no es una amenaza lejana, sino una urgencia presente que atraviesa territorios y cuerpos de manera profundamente desigual.

Bahía Blanca enfrentó la peor inundación de su historia, con más de 300 milímetros de agua en menos de ocho horas, 16 personas fallecidas y más de 1.400 desplazadas. También recibió una rápida cobertura mediática, ayuda humanitaria y presencia estatal por parte del gobierno provincial. A pocos días de la tragedia, equipos de asistencia llegaron, se declararon zonas de emergencia y se activaron redes de solidaridad.

Al mismo tiempo, en distintas localidades del norte argentino —como Salta, Tucumán y Chaco—, comunidades rurales e indígenas quedaban aisladas, sin agua potable, sin alimentos y con una respuesta estatal nula o tardía. En Salta, la crecida del río Pilcomayo provocó la inundación más grave desde 2018, afectando a más de 15.000 personas —en su mayoría de los pueblos Wichí, Qom y Toba— y dejando a cientos de familias autoevacuadas y sin asistencia.

Los eventos climáticos extremos se repiten con mayor frecuencia e intensidad: olas de calor, lluvias torrenciales, incendios forestales, sequías prolongadas. Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), 2024 fue el año más caluroso de la historia, con temperaturas promedio 1.55 °C por encima del nivel preindustrial y un récord de eventos extremos, como el huracán más precoz jamás registrado en el Caribe o las inundaciones más graves en Brasil. En la región chaqueña, los ciclos de inundación y sequía se intensifican, afectando con particular fuerza a comunidades que ya viven bajo condiciones estructurales de desigualdad.

Estudios recientes del CONICET y redes internacionales de investigación climática confirman que la combinación de calor extremo y lluvias intensas como las que devastaron Bahía Blanca está directamente relacionada con las crisis climáticas inducidas por la actividad humana, pero también evidencian otra dimensión más difícil de medir: la injusticia climática. No todos los territorios tienen el mismo nivel de exposición ni todos los cuerpos, la misma capacidad de resguardarse o ser escuchados.

El mapa de los desastres naturales en Argentina no solo se traza por las lluvias o la geografía. También lo dibujan el racismo estructural, el abandono histórico del norte y la falta de políticas con enfoque territorial, indígena y de justicia climática. Lo que sucedió en Salta y Bahía Blanca durante los últimos meses no debe leerse como una coincidencia trágica, sino como una advertencia: sin una transformación profunda del modelo actual, lo peor está por venir. Y como siempre, golpeará primero a quienes están en sus márgenes.

Radiografía de una emergencia ignorada

Mientras Bahía Blanca reconstruye calles, viviendas y redes solidarias tras el temporal de marzo, el norte argentino vive su propio desastre climático en silencio. En Salta, las lluvias torrenciales provocadas por la crecida del río Pilcomayo dejaron a más de 15.000 personas aisladas en el departamento de Rivadavia, una de las zonas más postergadas del país. La emergencia humanitaria se concentra especialmente en comunidades indígenas Wichí, Qom y Toba, que resisten sin acceso a agua potable, alimentos, energía eléctrica ni atención médica, en parajes como Misión La Paz, Santa Victoria Este, Monte Carmelo y La Puntana.

Tujuayliya Gea Zamora, médica y lideresa wichí, conoce de cerca estas situaciones. Apodada como “Tuju”, fue criada entre Santa Victoria Este y el departamento San Martín, actualmente encabeza una candidatura a diputada provincial en una lista conformada íntegramente por referentes indígenas. “Hay mucha gente que perdió todo. Hay familias que esperan volver a sus casas, y otras que ya no tienen a dónde volver. La gente está en una situación de mucha vulnerabilidad. Y lo peor es que dependen de la solidaridad externa o de la voluntad política del gobierno de turno”, dice.

El Pilcomayo, que nace en los Andes bolivianos y atraviesa Argentina, Bolivia y Paraguay, es uno de los ríos con mayor carga de sedimentos del mundo. Su comportamiento, cada vez más impredecible, está profundamente afectado por el avance del extractivismo, la deforestación y el calentamiento global. La región chaqueña, donde se encuentran las comunidades afectadas en Salta, se ubica entre las más vulnerables del continente frente al cambio climático y, sin embargo, es una de las menos atendidas por las políticas públicas.

El sistema de alerta temprana del Pilcomayo y organismos de meteorología de Bolivia habían advertido el riesgo desde principios de marzo. Aun así, el gobierno provincial, a cargo de Gustavo Saenz, reaccionó tarde. Los anillos de contención —obras realizadas tras la inundación de 2018— colapsaron en varios puntos, dejando a decenas de comunidades bajo agua. Las rutas de acceso quedaron intransitables. A más de dos semanas del inicio de la crisis, gran parte del territorio salteño sigue sin recibir asistencia adecuada. Los reportes oficiales hablan de unas 500 personas evacuadas, pero en los hechos son miles las autoevacuadas que sobreviven con lo puesto, muchas refugiadas en terraplenes o escuelas inundadas, sin saber cuándo llegará la ayuda.

“Siempre es lo mismo: uno o dos equipos de salud recorren la zona, reparten algunos bolsones, sacan fotos para la prensa. Pero no hay planificación real, ni prevención. El Estado actúa como si esto fuera una novedad, cuando hace décadas que sabemos lo que pasa en época de lluvias”, denuncia Tuju. Y se pregunta con rabia: “¿Por qué no han cambiado las circunstancias? ¿Por qué las familias siguen cayendo todos los años en la misma situación? ¿Por qué después de tantos años no hay una forma distinta de abordar esta realidad?”.La respuesta estatal fue escasa y tardía. El gobernador Gustavo Sáenz priorizó un viaje a Buenos Aires para respaldar al Gobierno nacional en la votación del DNU que permitió un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Mientras tanto, parte de la asistencia humanitaria llegó desde Paraguay. La ausencia de políticas públicas eficaces pone en evidencia una lógica histórica de abandono que normaliza la exclusión del norte profundo.

Crisis climática y desigualdad estructural

Lejos de ser un fenómeno puntual, las inundaciones en Salta forman parte de un patrón de eventos extremos que se intensifica en toda América Latina. El calentamiento global acelerado se tradujo en sequías severas, incendios forestales récord, olas de calor y precipitaciones desbordadas, como las que golpearon Bahía Blanca y el Chaco salteño con apenas semanas de diferencia.

La crisis climática no afecta a todas las poblaciones por igual. Sus impactos se entrelazan con desigualdades históricas de clase, etnia, edad, género y territorio. Las ciudades del sur acceden más rápidamente a recursos, visibilidad y planes de contingencia. En cambio, los pueblos indígenas del norte —guardianes de los territorios más biodiversos— son sistemáticamente invisibilizados y excluidos de las decisiones sobre cómo enfrentar y adaptarse al nuevo clima extremo.

“Una de las grandes problemáticas en nuestra zona es el desmonte, que ha hecho que las inundaciones sean mucho más terribles de lo que eran hace años. El suelo está removido, hay barro por todos lados, ya no están los recursos que antes representaban la base de nuestra supervivencia”, explica Tujuayliya Zamora, que además cuestiona las narrativas que culpan a la naturaleza por los desastres.

“Siempre se dice que la naturaleza nos expulsa, pero no es la naturaleza la que nos expulsa. Es la actividad económica, es el modelo de desarrollo que eligió la provincia. El río Pilcomayo reclama su lugar, sí, pero ese fue siempre su lugar. No hay maldad en el río. Lo que hay es maldad en las decisiones humanas que destruyen el monte y nos arrinconan”, asegura la lideresa.

Para ella, incluso algunas miradas ambientalistas tienden a separar el cuidado del ecosistema del derecho a una vida digna para las comunidades que lo habitan. “A veces nos ponen a los pueblos indígenas como si fuéramos parte del problema, como depredadores. Falta mucho más análisis, porque nosotras hemos defendido siempre estos territorios. La naturaleza sigue su curso, pero en las condiciones que le van dejando”. El desafío no es solo ambiental, es profundamente político y estructural: ¿quiénes importan cuando llega el agua?

Racismo ambiental y los cuerpos que resisten

La crisis climática no sólo profundiza las desigualdades existentes: las (mal) ordena. No todas las personas, ni todos los territorios, cargan con el mismo riesgo. Las mujeres, las niñeces, las personas mayores, las comunidades indígenas y campesinas están en la primera línea del impacto, sin infraestructura adecuada, sin acceso a recursos básicos y con políticas públicas que no las reconocen como sujetas de derecho, sino como zonas de sacrificio.

“Siempre somos el último orejón del tarro”, se lamenta Tuju. “Todo lo que se piensa para pueblos indígenas tiene que ver con cuestiones simbólicas o asistencialismo. Pero llegamos a un momento en que hay que avanzar hacia otra cosa”, afirma la lideresa wichí.

El racismo ambiental se expresa en la cobertura mediática desigual, en la invisibilidad de ciertas vidas cuando ocurre una catástrofe y en la nula participación de las comunidades en la planificación territorial: “La única presencia de Nación fue el envío de intimaciones para auditar pensiones por discapacidad, en pleno desastre”, relata Tuju.

“Parece que se divirtieran mandando intimaciones en el peor momento. No llegaron con comida, ni con agua, ni con medicamentos. Llegaron con papeles para revisar si alguien tenía derecho a una pensión. Esa es la presencia del Estado en nuestros territorios”, asegura. Esa intervención estatal, lejos de ser un error aislado o una falta de coordinación, es vivida por las comunidades como una expresión más de la crueldad política organizada: una forma sistemática de ejercer ese poder que castiga y vigila pero también abandona.

En lugar de cuidados, auditorías. En lugar de escucha, control. La emergencia se transforma así en una oportunidad para profundizar la desposesión y el disciplinamiento social, especialmente en los territorios indígenas y rurales. A eso se suma la falta de infraestructura para esos cuidados. Las escuelas, que muchas veces garantizan el único plato de comida del día para las niñeces, quedaron bajo agua.

Las mujeres, que sostienen las redes comunitarias, quedan expuestas a una sobrecarga enorme en los contextos de desastre. Y mientras tanto, la lógica del Estado insiste en desplazar, desarticular y empobrecer las formas de vida comunitaria. “El objetivo de quienes manejan la economía de la provincia es el desplazamiento de las comunidades, la desaparición como estructuras organizadas”, señala Tuju. Para la lideresa, desde el Estado no están dispuestos a ofrecer opciones para que las comunidades puedan “vivir dignamente en nuestros territorios, porque todo está pensado para que ellos avancen con sus proyectos. Un desarrollo sin humanos”.

Disputar el derecho a decidir

La crisis climática no es solo ambiental, ni únicamente económica: es también una disputa por el poder. Así lo entiende Tujuayliya Gea Zamora, quien insiste en que visibilizar lo que viven las comunidades indígenas no debe quedar limitado a la emergencia, ni a la imagen de la ayuda solidaria sino también a los intereses extractivistas que existen sobre esos territorios.

En un contexto donde se proyectan rutas, corredores bioceánicos y megaproyectos extractivos sobre tierras indígenas, las comunidades no son consultadas ni convocadas. “Hasta ahora no ha llegado ni una invitación a participar en esa planificación. Lo que hay es un avance hacia el desempoderamiento, la disgregación y la desaparición de las organizaciones comunitarias”. Frente a eso, Tuju apuesta por construir poder colectivo: “Queremos disputar en los mismos términos. Poder indígena capaz que nos permita disputar en los mismos espacios donde se planifica nuestro destino”.

Para Tujuayliya, el Estado argentino y el gobierno provincial de Salta siguen tratando a los pueblos indígenas como si fueran obstáculos o piezas asistidas, no como actores políticos. “No vamos a rechazar un alimento o una chapa, claro que no. Pero necesitamos algo más. Necesitamos estar donde se planifica el desarrollo, donde se decide nuestro destino. No podemos seguir siendo observadoras de cómo otros deciden sobre nuestros territorios”.

La desigualdad también se expresa en las formas de empatía. Mientras cientos de personas se movilizaron con rapidez para ayudar a Bahía Blanca —una ayuda  legítima y necesaria—, el silencio ante lo que ocurre en el norte revela un patrón incómodo: hay vidas que parecen importar menos.

El dolor de los pueblos indígenas se asume como parte del paisaje, como si enfrentarse cada año a una catástrofe fuera su destino natural. Esa naturalización no es inocente: es racismo, y también una expresión más del centralismo que organiza las prioridades del país. Tuju lo dice con claridad: “Siempre hay más difusión y más indignación cuando se trata de poblaciones que no son indígenas. Parece que es normal que a nosotras nos pasen estas cosas”.

Publicada originalmente en Latfem.

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